La mañana del 23 de junio de 1985, el Boeing 747 de Air India desapareció abruptamente de las pantallas del radar cuando volaba sobre el mar cerca de las costas de Irlanda. Los estremecedores relatos de los rescatistas que recuperaron los cuerpos, las llamadas anónimas adjudicándose un atentado y la polémica entre los peritos que fue silenciada por intereses políticos.
“Había cadáveres por todas partes. En cierto momento vimos un grupo de veinte flotando juntos. Ninguno tenía chaleco salvavidas y tampoco vimos salvavidas inflados. Se ve que no tuvieron tiempo de nada. Es algo de la más desolador”, dijo, desencajado y algo encandilado por los flashes de los reporteros gráficos el capitán James Robinson. Estaba allí contra su voluntad, aunque sabía que era su deber. Después de supervisar la descarga de 131 cadáveres y de rendir su informe, el marino británico solo quería tomarse un par de whiskies y dormir para olvidar, pero no le dieron oportunidad. El comandante de la Base Naval Cork le ordenó que lo acompañara para dar una conferencia de prensa ante una veintena de cronistas. “El capitán Robinson estaba pálido y ojeroso, lucía como un hombre infinitamente cansado. Respondió a las preguntas con tono suave, pausado y amable, pero resultaba evidente que, de poder elegir, habría preferido en cualquier otro sitio antes que allí”, escribió el corresponsal de la agencia UPI en su despacho.
La noche del 23 de junio de 1985 ya había apagado el día sobre Irlanda cuando el Aisling -el barco al mando de Robinson- amarró en el muelle del puerto. Bajo la fría luz de los reflectores, las sombras de los hombres que iban y venían del barco se estiraban con fantasmal irrealidad. Uno por uno, fueron bajando los bultos que componían la macabra carga: los primeros cuerpos rescatados del desastre del Vuelo 182 de Air India. Desde el puente, el capitán James Robinson había seguido con atención la tarea. No tenía por qué hacerlo, pero algo en su interior le decía que era su obligación moral. Sabía que su vida ya no sería la misma después de esas últimas diez horas en las aguas del Atlántico Norte, donde lo habían enviado para cumplir la peor tarea que podía imaginar.
La orden había llegado a las 9 de la mañana y él, de manera casi infantil, se había aferrado a una esperanza: quizás pudieran encontrar a alguien con vida. Sus ojos estaban cansados de contar muertos flotando a la deriva. La suma había llegado a 131 cuando dio la orden del volver a la base. Otros barcos continuarían con el trabajo durante toda la noche. Esperaba que, para consuelo de los deudos, encontraran a los 198 restantes. Además, si lo hacían, no tendría que regresar. El capitán Robinson rogaba no tener que volver al mar, no para eso.
El relato que hizo en la conferencia de prensa fue estremecedor. Explicó que el Aisling había barrido un amplio sector a unos 180 kilómetros de la costa, recogiendo los cuerpos de las víctimas y algunas pequeñas partes de la aeronave. Para hacerlo, bajaron los botes salvavidas, mientras los buzos se arrojaban al mar y arrastraban los cuerpos hasta ellos. Una vez cargados, los botes eran izados a la cubierta del barco. Robinson no recordaba cuántas veces había repetido la operación.
Frente a los periodistas también estaban los sargentos Brian Stephens y Stan Saunders, dos buzos estadounidenses de probada experiencia en salvamentos en el mar que estaban entrenando con colegas de la marina inglesa, y se habían sumado a las tareas de rescate. Llegaron al área del siniestro en un helicóptero Chinook y se arrojaron al agua, donde comenzaron a colocar cuerpos en una camilla metálica que luego era subida al helicóptero. “Nunca estuvimos en algo tan espantoso. Nuestra misión consiste en recoger pilotos accidentados… Uno o tal vez dos al mismo tiempo… Jamás dieciséis personas como hoy”, explicó Saunders con la voz quebrada. Stephens permaneció callado todo el tiempo, era notorio que estaba shockeado y no podía hablar.
¿Dónde está el avión?
El Boeing 747 de Air India que cubría la ruta Toronto-Londres-Nueva Delhi-Bombay había desaparecido abruptamente de la pantalla de radar de la torre Shannon, en Irlanda, a las 8.13 de la mañana de ese domingo. El avión volaba a 9.450 metros de altura y estaba a 178 kilómetros al sudeste de las costas irlandesas. En poco menos de una hora tenía previsto aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Heathrow, en la capital inglesa, para recargar sus depósitos de combustible antes de reanudar su viaje hacia la India. “De pronto dejamos de verlo en la pantalla y de inmediato supimos que algo malo había ocurrido. En estos casos hay dos opciones; o un desperfecto en el sistema de radares o la caída repentina del avión. Hasta ese momento el Boeing mantenía contacto normal con los controladores de la torre”, explicó más tarde Tim Keane, vocero del centro regional de control de tráfico aéreo de Irlanda.
De inmediato se dio la alarma y dos helicópteros Sea King de la marina británica y un avión de rescate Nimrod partieron hacia la zona donde se había perdido contacto con el Boeing. Al mismo tiempo, se alertó por radio a todos los barcos que navegaban en el área para que colaboraran con la búsqueda. El primer primero en reportar hallazgos fue un portacontenedores de bandera panameña, que informó haber localizado restos de un avión en el mar, a unos seis kilómetros de distancia. Poco después, el capitán Esteban Flaile volvió a comunicarse para decir que acababa de recoger tres cuerpos del agua y había avistado varios botes salvavidas sin inflar. “No hay rastros de sobrevivientes, seguiremos buscando”, precisó.
Unos minutos después del aviso del marino, el piloto del avión de rescate Nimrod dio su primer informe: “Vemos cadáveres flotando, balsas salvavidas desinfladas y partes del avión sobre la superficie de mar. No advertimos señales de sobrevivientes”, dijo por radio. En la Base Naval Cork, el capitán James Robinson recibió entonces la orden de zarpar para realizar la misión más dolorosa de su vida.
Una explosión en el aire
Casi de inmediato, un equipo de especialistas se reunió en Londres para recibir y analizar toda la información disponible sobre el Vuelo 182. Aunque sabían que la última palabra la darían las pericias sobre los restos que se pudieran recuperar y, sobre todo, las cajas negras si se las podía localizar, los pocos datos con que contaban permitían sacar algunas conclusiones. La abrupta desaparición del avión de la pantalla del radar reducía las posibilidades: una falla estructural tan fuerte como partir de golpe el avión en dos o una explosión a bordo. De otro modo, el piloto no solo habría podido enviar la señal de socorro, sino que el Boeing podría haber seguido en el aire e, incluso, si no podía llegar a tierra, intentar un amerizaje. Las características del 747 lo permitían: considerado uno de los aviones de pasajeros más seguros del mundo, podía llegar a planear durante media hora con los cuatro motores apagados y sin energía eléctrica. Aún en esas condiciones, el radar lo habría detectado.
La posibilidad de un atentado se barajó desde el primer momento. El primero en decirlo públicamente fue Mike Ramsdem, redactor jefe de la revista Flight International y uno de los principales expertos ingleses en desastres aéreos: “La explosión de una bomba es la causa más probable para que un avión como este Jumbo, con un gran récord de seguridad y que ha salido airoso de grandes daños en el pasado, haya sufrido una catástrofe tan repentina y tan completa”, dijo.
Los investigadores oficiales no podían admitirlo todavía, pero también estaban considerando la misma hipótesis, que iba tomando más fuerza. No podían dejar de lado el contexto en que había ocurrido la caída del avión: en las últimas semanas se había producido una cadena de atentados contra aeronaves comerciales y aeropuertos, incluso el secuestro de tres aviones, y ese mismo día, en Tokio, había estallado una bomba oculta en el equipaje de un avión de Canadian Pacific que acababa de ser descargado. Con este último caso había una llamativa coincidencia: tanto el vuelo de Air India como el de Canadian Pacific habían despegado el mismo día desde aeropuertos canadienses. “Si, como pensamos, la tragedia del Boeing 747 indio es producto de un atentado, no podemos descartar un vínculo entre los dos hechos”, declaró en Otawa Sean Brady, vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores de Canadá.
Las llamadas y la caja negra
A mediodía del 24 de junio, un periodista de The New York Times atendió una llamada. Del otro lado de la línea, un hombre con definida pronunciación británica que se identificó como integrante de un desconocido “Décimo Regimiento de la Federación de Estudiantes Sikhs”, se adjudicó el atentado contra el vuelo 182. Una hora más tarde, presuntamente el mismo hombre, llamó también a The New York Post con el mismo mensaje.
Los mensajes eran creíbles, porque desde el año anterior las relaciones de los Sikhs –una secta religiosa con un proyecto político autonomista- con el gobierno central indio se venían recalentando de manera notable, con atentados en el país y una feroz represión por parte de las autoridades. Era una posibilidad que no cabía descartar. Fue entonces que el primer ministro indio, Rajiv Gandhi, admitió la posibilidad de que se tratara de un atentado con explosivos y lanzó una advertencia a los gobiernos de Canadá, Gran Bretaña y los Estados Unidos, tradicionales refugios de disidentes sikhs. “Espero que esto sirva de lección y que las autoridades de los países donde se han refugiado ciertos extremistas se muestran ahora más firmes con ellos”, dijo.
Sin embargo, uno de los líderes más reconocidos del grupo negó casi de inmediato cualquier relación con el atentado. “Los diez gurúes sikhs nos han enseñado que no debemos matar a seres inocentes e indefensos. Este tipo de acusaciones tiene como único objetivo difamarnos”, declaró Joginder Singh desde la clandestinidad a un periodista de la agencia AP. En algunos círculos occidentales se especuló entonces que las llamadas a los diarios neoyorquinos no habían sido auténticas sino obra de agentes de inteligencia del gobierno indio. Los sikhs tenían como regla adjudicarse todas sus acciones, de modo que no se podía descartar una operación de “falsa bandera” para dañar la imagen pública del grupo religioso opositor a las autoridades de Nueva Delhi.
Más allá de las sospechas, no había pruebas concretas de que se hubiera tratado de un atentado. Una semana después de la caída del vuelo 182, los expertos de cinco países que trabajaban en la investigación parecían encontrarse en un callejón sin salida. “Sin recuperar la caja negra resulta extremadamente difícil llegar a una conclusión verdadera sobre lo que ocurrió”, explicaba por entonces el experto irlandés Gerry Mc Cabe, portavoz de los peritos. Lo que Mc Cabe no dijo –y se supo después– fue que el sonar de uno de los barcos que colaboraban en la búsqueda había detectado elk lunes –24 horas después de la tragedia– la señal típica del Flight Data Recorder (la caja negra) a unos 700 metros de profundidad, pero que luego había desaparecido, pese a que en teoría estaba preparada para emitirla durante un mes. La ausencia de señal podía deberse a dos razones: que se hubiera descompuesto el sistema o que se hubiese hundido a mayor profundidad.
Los primeros días de julio la marina estadounidense hizo entrar en escena a uno de sus más recientes desarrollos tecnológicos, el Scarab, un minisubmarino para grandes profundidades que todavía no había sido utilizado en ninguna misión. El miércoles 10 de julio la encontraron a 2.400 metros de la superficie, junto con una gran cantidad de restos del Boeing, y al día siguiente fue trasladada a Bombay donde, por decisión del gobierno indio, serían analizados sus registros.
Un dictamen sospechoso
Los cortocircuitos entre los expertos occidentales y los peritos designados por el gobierno indio, reunidos en Bombay, se hicieron evidentes desde el principio. El miércoles 17 de julio, el secretario del Ministerio de Aviación Civil, S. S. Sharma, hizo una declaración pública: “Los estudios hasta ahora realizados indican que es muy posible que el avión haya sufrido una explosión en pleno vuelo”, afirmó. Sin embargo, luego de una consulta urgente con sus superiores en Washington, el experto estadounidense Graham Leroy salió a desmentirlo en una entrevista concedida a los corresponsales de las agencias UPI y Reuters: “Hasta el momento solo podemos decir que el grabador de vuelo está funcionando. Toda otra especulación es antojadiza y probablemente errónea”, retrucó. Sin embargo, cuando parecía que la polémica iba a escalar todavía más, el gobierno indio y la comisión de expertos occidentales acordaron no hacer más declaraciones sobre la caja negra hasta sacar un dictamen acordado por todos.
El comunicado oficial llegó ocho meses después, el 27 de febrero de 1986. “Luego de exhaustivos estudios, peritajes e investigaciones se ha podido determinar que la caída del vuelo de la compañía Air India producida el 23 de junio de 1985 se debió a un acto terrorista, concretado mediante una bomba que hizo explosión en la sección delantera de la bodega de carga del Boeing 747 cuando sobrevolaba el Atlántico Norte a 9.100 metros de altura, provocando la muerte de los 329 ocupantes de la aeronave”, decía.
Lejos de despejar las dudas, la versión oficial despertó nuevas sospechas por sus imprecisiones: equivocaba la altura a la que volaba el avión (9.100 metros para el comunicado contra los 9.450 registrados por el radar), no identificaba el explosivo ni tampoco a los autores del supuesto atentado. A pesar de todo, el caso del vuelo 182 de Air India fue oficialmente cerrado y la posibilidad de conocer la verdad quedó perdida para siempre.